Un día como hoy, un día cualquiera,
un día sin importancia. Subo al vagón de metro y me siento en mi
sitio de siempre. Saco mi libro e intento leer, sin éxito: un chico
tiene puesta la música a todo volumen en su teléfono móvil.
Suspiro. Cierro el libro. Me fijo en las caras de los pasajeros; una
mujer sonríe en el asiento de enfrente. Busco el motivo de su
sonrisa y a mi lado veo a un niño durmiendo, apoyando la cabeza en
las piernas de su madre. Pienso. Me bajo en la parada anterior a la
de mi casa. Creo que es más camino, pero se hace más llevadero.
Normalmente me bajo en la otra, pero el paisaje que me ofrece es
baldío: descampados y descampados, y una calle recta, que se pierde
en el horizonte, infinita. El sol me da en la cara sin ninguna
piedad. Por lo que decido bajarme en la parada anterior. Desde esta
parada hasta mi casa tengo que pasar por en medio de un barrio,
concretamente de una calle donde se concentra la población
inmigrante. Pasear por ahí es como estar en una calle de Sudamérica,
la gente está fuera, al sol o bajo un toldo, sentados en sillas,
música alegre sale a cascadas por las puertas de los bares. Camino y
veo a una mujer mulata, hablando a gritos a alguien que está asomado
en alguna terraza del edificio de en frente, al otro lado de la
carretera. “¡¿Qué quieres que te compre?! ¡Venga, di algo!”.
Supongo que se dirige a un niño, a su hijo. Miro la fachada del
edificio, buscando con la mirada. Efectivamente es un niño, mulato
también. Ella le habla con dulzura, y él, que probablemente sólo
sepa articular unas pocas palabras, no contesta, pero la mira. “Bueno,
ahora voy a comprarte un Chupa-Chups, ¿vale?” y entonces se cruza
conmigo. Continúo, paso por un portal, dos, tres. En mi acera hay un
perro asomado a una ventana de un piso bajo. Me mira. Me sigue con la
mirada. En el cuarto portal me llegan dos voces, una de otra mujer
mulata y otra de una señora mayor, española. “Pues lo siento
muchísimo, de verdad”.“Gracias, hasta luego”. “De verdad, si
necesita algo, vivo en el 4º B”. “Sí, si ya sé que usted vive
arriba”. “De verdad, si necesita algo, si necesita ayuda...”.
“Gracias”.“...llámeme, la ayudo, sin compromiso, de verdad”.
“Gracias”. La anciana intenta zafarse de la conversación. La
otra mujer insiste, de verdad quiere ayudarla. Porque la anciana
tiene el brazo vendado y colgando de un pañuelo atado al hombro, y
seguramente su marido haya muerto, y no tenga a nadie. Pero aun así
rehuye todo contacto con la mujer mulata. Ella desiste y la deja
marchar.
Llego a mi casa y escribo esto. Me
reservo los obvios comentarios acerca de la generosidad y el egoísmo,
de los prejuicios y de la bondad.
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