-¡Cobarde! -me grita, de lejos.
Yo me ofendo, y me enfurezco. No es eso lo que me pasa, no es eso por lo que estoy así.
-¡Cobarde! ¡Admítelo! Eres una jodida cobarde, ahí agazapada bajo el escritorio. Venga, sal si tienes lo que hay que tener. -yo no salgo, claro. -¿Ves? Eres una cobarde y siempre lo serás.
Estoy así porque creo que no sé qué es lo que debo hacer en la vida. Porque la vida es dura y te pega palos. Porque el trabajo está jodido y es difícil vivir de lo que te gusta. No porque sea una cobarde.
-¡Cobarde! -cada vez lo oigo más fuerte. Sus palabras me atraviesan, como cuchillos, hasta el corazón. Me duelen por dentro, como puñales, pero de tristeza. Una tristeza tal que se mete dentro, te empapa los huesos y ya no se escapa. Entonces despierto, con una aspiración profunda, rápida y asustada, me yergo sobre la cama.
Sus gritos siguen resonando en mi cabeza, como con eco, procedentes del fondo de un túnel cada vez más largo, y por lo tanto, cada vez estoy más lejos. Por ello sus gritos cada vez son más débiles. Pero han calado. Soy una cobarde. Todo este tiempo lo he negado, pero necesitaba que me lo gritasen, que me pegasen el guantazo definitivo.
Lo peor de todo es que aunque sabiéndolo, eso no cambia nada. No me cambia nada.
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