15/2/12

Reminiscencias

Desde que cumplí dos años he vivido siempre en una urbanización a las afueras, en un bloque de pisos con parque y piscina propios. Y como es normal, hice amigos, y pasábamos los veranos enteros en la piscina.
Por la mañana bajábamos a la piscina, aunque no a bañarnos. Como si fuese una ley no escrita, las mañanas se dedicaban exclusivamente a vaguear tirado en la toalla o sobre el césped, a la sombra de los sauces llorones. En aquella piscina sólo había sauces llorones, y a mí me encantaban, supongo que porque me recordaban al árbol parlante que aparecía en Pocahontas. Era todo un gusto sentir la hierba en el pecho, mientras jugaba a las cartas con algún vecino, mientras veíamos cómo pasaba la mañana. A veces, una vecina y yo nos hacíamos las adultas y nos llevábamos un bolso -que nos quedaba bastante artificial- con un libro. Yo leía Harry Potter, ella leía un thriller médico. Cuando comenzamos a hacernos las interesantes, dejamos de jugar con los demás niños. Como si fuésemos demasiado mayores. A mí no me gustaba demasiado la idea, por ello cuando mi amiga no estaba yo sí que jugaba con el resto de vecinos. No éramos muchas niñas, por no decir que sólo había otra más aparte de nosotras, una chica repelente y demasiado desarrollada para su edad, a la que, por cierto, odiábamos, ya que en cuanto apareció todos los chicos comenzaron a seguirla sin decir palabra y se olvidaron de nosotras. A nosotras aún no nos había crecido el pecho y nuestros cuerpos eran bastante infantiles, por lo que no teníamos nada que hacer a su lado. Pero un día apareció otra chica, mucho mayor, muchísimo, que los eclipsó a todos, incluída yo. No vivía en la urbanización, creo recordar que era sobrina de algún vecino y venía a pasar aquí el verano. Era tan diferente a todas las chicas, tan distinta, tan original y divertida que encantaba a todo el mundo. Era rubia, creo, y tenía el pelo larguísimo, y siempre estaba sonriendo. No hacía diferencia entre edades, trataba igual a pequeños y a mayores, a chicos y a chicas. Iluminaba todo, era como el sol en Madrid, fuerte y enérgico. Recuerdo que un día estábamos todos sentados a su alrededor, mirando lo que hacía, debajo de un sauce llorón; estaba grabando su nombre sobre una caja de madera con una lupa puesta al sol en el ángulo adecuado. Como si fuese magia, la mirábamos anonadados, en silencio. De fondo se oían gritos de niños y el sonido que producían las zambullidas, a lo lejos.

No hay comentarios: